Populismo y gorilismo



Por Mariano Rovatti

En los últimos tiempos, comenzó a pronunciarse otra vez la palabra populismo. Quizás, el triunfo de Donald Trump, y el avance de los partidos antisistema de Europa, ponen en el tapete un tema recurrente de la cofradía intelectual argentina. Veremos aquí algunos aspectos del mismo, relacionados con nuestra realidad política.

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Son dos términos antagónicos. Dos polos que se necesitan entre sí para explicarse y darse sentido. Blanco y negro, sin matices en el medio que obliguen a pensar. Dos alternativas artificiales que creamos para encarnizarnos en el debate. Opciones estériles en las que los argentinos entramos como caballos.

Ambos vocablos llevan implícito el desprecio del oponente. Llamar populista o gorila al que está enfrente implica no considerarlo como par. No darle identidad intelectual. No reconocerle ni el derecho a sentir. No incluirlo en el proyecto común. Es un intruso, al que sólo cabe desalojarlo del escenario. Implica negarle sus mejores intenciones, pues todo lo que diga o haga, será consecuencia de su fallado ADN, populista o gorila, según el caso.

En estas tierras, populismo es un casi sinónimo del peronismo. Populismo es demagogia, promesa fácil, despilfarro. Sólo cantidad. El hermanastro tonto de la democracia. Cesarismo, mesianismo, instituciones de baja densidad. Soluciones mágicas. La culpa es de los ricos.

Su contracara existencial es el gorilismo, que en el fondo se le parece bastante. Aunque con otros modales y color de piel. Gorilismo es antiperonismo, pero no por sus rasgos autoritarios o corruptos, sino por sus aportes a la sociedad. El gorila no aceptó aún que el trabajador tiene derechos.

El populismo se define como nacional y popular, y el gorilismo, como republicano y democrático. El primero santifica al Estado, y el segundo, hace lo propio con el mercado. Como si una sociedad se construyera con sólo uno de los dos.

El gorilismo sostiene las instituciones desde lo formal, pero las prefiere vacías y permeables a la presión de los grupos de poder económico. El populismo las pasa por arriba, las ignora. Son un estorbo.

La libertad de expresión es un bastión del ideario gorila, siempre y cuando se la entienda como darle la llave de esa libertad a los multimedios monopólicos. Para el catecismo populista, la libertad de expresión es una amenaza a la que hay que combatir en todos los frentes.

La economía necesita de un Estado ausente para el gorilismo, y grande y fofo para el populismo. La inflación, para uno es un mal exclusivamente monetario que se combate contrayendo la demanda y bajando el gasto público. Para el otro, es la consecuencia de la avaricia empresaria, a la que hay que limitar con controles de precios y cepos cambiarios.

Para el gorilismo, la apertura al mundo es indiscriminada; para el populismo, sólo cabe el aislamiento como estrategia de relación. Algo parecido pasa con la difusión de la cultura.

El problema del déficit fiscal ocupa a ambos: el gorilismo lo resuelve con endeudamiento, y el populismo, con emisión monetaria.

Las políticas sociales están ausentes en el programa gorila; en el esquema populista configuran un sistema clientelar que profundiza la necesidad.

La corrupción no le es ajena a ambos: principalmente el gorilismo la practica en el mundo financiero, y el populismo, a través de la obra pública.

Así podríamos seguir en todos y cada uno de los temas que forman un programa de gobierno. Nos invitan todo el tiempo a reñir desde la emoción, sin escuchar otros argumentos ni necesidades.

¿A quiénes resulta funcional esta bipolaridad? Quizás, ambos bloques siguen el apotegma enseñado por Ernesto Laclau, quien dijo que en política el poder se construye a partir de la identificación de un enemigo.

Invito a no caer en estos antagonismos que nos retrasan, nos estancan, nos entretienen, nos sacan de foco. El 80% de los argentinos coinciden en el 80% de las medidas que debe tomar un gobierno. Pero preferimos arrastrarnos por el barro de los andariveles marginales.

La dirigencia argentina debe diseñar con responsabilidad un programa de objetivos y acciones que contengan a la mayoría. Tomando conciencia que no hay soluciones mágicas para problemas sistémicos.

Como hicieron las grandes naciones para renacer, el poder se construye en base a consensos.

En esa dinámica, podremos distinguir a los verdaderos líderes de los políticos de ocasión.

Buenos Aires, 13 de febrero de 2017


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